Qué tan grave es que no haya presidente. Que en cambio haya una figura novelesca e incapaz, derrotada por sus pulsiones, poniéndose en escena en redes impunes, en órdenes que desconocen las instituciones en el nombre de sus posverdades, en reuniones estratégicas en las que funcionarios con anteojeras callan ante sus soliloquios, en cortinas de humo para ocultar la corrupción de sus manos derechas, y en actos de gobierno contra el Estado, actos fallidos, porque su propio Estado –el estado de opinión al que tarde o temprano acude el caudillo: el pueblo supuesto y suplicante– es él según él. Qué tanto puede vivir una sociedad cuando no tiene un presidente, sino un trol, un caracortada, un rey sin reino, un megalómano de sol a sol que habrá de pasar como pasa todo.
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Purga).
Estoy hablando de los Estados Unidos que tratan de sobrevivir a la acometida de Donald Trump, claro. De qué más voy a hablar. De quién más.
Estoy pensando en la denuncia que hace el lúcido Gabriel Iriarte en un libro extraordinario –recién salido– que lleva el título de El gran desorden mundial: el retrato de estas últimas cinco décadas que nos han traído hasta el planeta multipolar e imprevisible del siglo XXI, una suma de sociedades frustradas, de guerras leídas en diagonal, de oleadas migratorias causadas por las miserias, de hostilidades comerciales que vaticinan el regreso de la ruptura global, y de nacionalismos extremos que, a fuerza de desdeñar el multilateralismo, nos devuelven a los días previos a la Segunda Guerra. Se trata de un mundo que no solo no ha encontrado salidas ni treguas, sino que ha sido agravado tanto por "la carencia de líderes" como por "la proliferación de pseudodirigentes de una mediocridad pasmosa".
Es la era perversa, de fábula, en la que el emperador calumnia al que señala su desnudez.
Es la apoteosis de la estupidez humana. Es la era perversa, de fábula, en la que el emperador calumnia al que señala su desnudez, el flautista de Hamelin se hipnotiza a sí mismo mientras hipnotiza a los hijos de sus deudores y el pastorcito mentiroso resulta ser el lobo. Es una época de líderes estafadores, dictadores sin ejércitos vendidos ni pueblos fascinados, que odian los argumentos con la misma pasión con la que odian los hechos, detestan sin pausas las ramas del poder, desprecian los partidos políticos porque no son cultos de una sola mente, redoblan las promesas incumplidas cuando los medios que tanto les molestan ponen en evidencia sus fracasos, y condenan el genocidio en Gaza o la invasión a Ucrania, pero desprecian la diplomacia porque desprecian la solución al horror: la fe en las decepcionantes instituciones.
¿Puede una república vivir sin presidente? ¿Puede una sociedad del siglo XXI, llena de pasados abiertos y ejemplos para prevenir el desastre, pero también de movimientos apolíticos, de tiempos de redes, que ven la terrible realidad desde la barrera de la pantalla, seguir adelante a pesar de un presidente enajenado, ido, dedicado en cuerpo y alma a probar que su ego es el cielo prometido? ¿Puede el Estado sobrevivir a la traición de su jefe? Puede. Debe. Resulta fundamental, eso sí, que haya valor ante las intimidaciones: que las saboteadas instituciones de la democracia, desde el Congreso hasta la prensa, desde las Cortes hasta la ciudadanía, recobren el amor propio, y cada quién –lo dijo Schwarzenegger en un discurso del martes pasado– se levante a barrer su puerta, a hacer su trabajo, a servirles a los otros, a ser solidario antes de que la insensatez se lo trague todo.
Qué raro e importante ha sido ver a ciertos políticos que a principios de siglo fueron tan cínicos, tan indolentes, dedicados ahora a la defensa del Estado de derecho.
Qué oportunidad esta para plantárseles a todos los que no nos gobiernan a nosotros, sino a nuestros miedos.