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'Cartas abiertas', la nueva novela de Juan Esteban Constaín

La historia de un tahúr que les roba cartas a los carteros para husmear en vidas ajenas. Fragmento.

La novela de Constaín estará en librerías a partir de la próxima semana.

La novela de Constaín estará en librerías a partir de la próxima semana. Foto: David Rugeles - Cortesía de Revista Diners

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Fui a buscar a Marcelino Quijano porque solo él podía ayudarme. Eso me dijo quien me dio su nombre: “Si no es él no es nadie”, aunque también me advirtió que estaba retirado y que iba a ser muy difícil, casi imposible, que me oyera.
Vivía en Piedras de Fuego, un pueblo italiano al lado del Adriático. Su mujer había muerto hacía años y ahora pasaba el día en su jardín o en su biblioteca o en la taberna de Franco Bruno, El Tiempo Perdido. Ahí tenía yo –la vi muy bien– esa hoja volante con sus servicios y su foto y sus proezas; era una pieza publicitaria e informativa de otros tiempos, sin duda tiempos mejores. Nada perdía con ir a buscarlo, solo él podía ayudarme. Además por una razón fundamental: el ‘doctor Marcelino’, como le decían todos, había sido determinante en ese asunto de la guerra entre Bélgica y Boyacá que le había hecho perder la cabeza a Guillermo Santaya, quien siempre precisaba: “Bélgica y Boyacá no: el Reino de Bélgica y el Estado Soberano de Boyacá”. Una guerra internacional de la que nadie supo nunca nada, ni siquiera quienes la pelearon, ellos menos que nadie, declarada en 1867 y zanjada en 1988: más de un siglo de un absurdo conflicto nacido de un amor desastrado y que sobrevivió en silencio en los anaqueles de algún gabinete diplomático hasta que Guillermo Santaya lo sacó de allí, lo desempolvó y se jugó la vida por terminarlo como tocaba, a lo grande, con un armisticio más delirante que ese conflicto inexistente que con él se acababa y por el que perdió su trabajo y su prestigio y según decían todos en Bruselas hasta la razón. “El pobre Guillermo Santaya”, decían todos allí: el diplomático más brillante de su generación, el más preparado, el más apuesto, el de mejor familia. Habría podido llegar aún más lejos si no se hubiera enloquecido, qué triste era verlo ahora en ese sanatorio, devorado por la depresión y la melancolía, taciturno todo el día, pensando sólo en esa paz que él había firmado y que era su orgullo y que de verdad acababa con ciento veinte años de una guerra de novela que sin embargo había ocurrido, él lo juraba, tenía las pruebas. Y cada vez que lo iban a sacar de ese lugar, por fin, un médico le preguntaba si ya estaba bien, a lo cual él respondía que nunca había estado mejor y volvía a contar la misma historia: la de la guerra entre José Milagros Gutiérrez Fonseka y Leopoldo II de Bélgica…
Portada de la novela, editada por Random House. 285 páginas.

Portada de la novela, editada por Random House. 285 páginas. Foto:Archivo particular

La escena era casi siempre la misma: los médicos se miraban desconcertados, asentían, luego negaban con la cabeza. Guillermo Santaya no estaba bien, debía seguir allí recluido. Más que un hospital psiquiátrico era en realidad un hospicio o una casa de reposo en Geel, un pueblo flamenco reconocido y celebrado por albergar desde hacía siglos a enfermos mentales de toda Europa. Alguien dijo alguna vez que ese pueblo era un manicomio; y razón no le faltaba, valga la paradoja, pues desde la Edad Media fue un refugio de quienes cruzaban sus puertas y murallas con el alma atormentada, desprovistos de paz y de cordura. Esa era quizás la actividad principal de los habitantes de Geel, cuidar enfermos, velar por ellos. Fue así como yo llegué allí, detrás de esa historia. En realidad me interesaba hacer una crónica sobre la relación que suele darse entre la gloria y la locura, la idea esa arquetípica de los enfermos mentales que se creen algún personaje importante del pasado: Napoleón, Julio César, Cleopatra. Me acordaba de la anécdota de ese orate que asistió una vez a una conferencia de Bertrand Russell en Nueva York en la que el maestro estaba hablando sobre el surgimiento del Imperio Romano. Al terminar, el orate se le acercó a Russell y le dijo que todo le había parecido brillante, estupendo, salvo su comentario sobre el asesinato de Julio César. Intrigado, Russell le preguntó a su interlocutor que por qué no le había gustado ese pedazo de su charla, a lo que el otro le contestó: “Porque yo soy Julio César”. Eso era lo que yo quería investigar; por esa época vivía en Bruselas como corresponsal de un periódico y estaba empezando un año sabático. Entonces mi amigo Nestor Ponguitini, mítico guitarrista, me habló de Geel y de su antigua y venerable y católica tradición de albergar y cuidar a los enfermos mentales, y para allá me fui pero al llegar me di cuenta de que la verdadera historia era esa y no la otra, así que durante una semana me quedé en un hotel y fui visitando casa por casa de ese pueblo irable y surreal para ver cómo era eso de que en él había enfermos mentales que podían llevar años allí, atendidos por una familia que no era la suya y que muchas veces lo hacía con más cariño y más entrega y más dedicación. También había un hospicio: una institución mucho más formal en la que no solo se daban los cuidados para los enfermos sino toda una estructura médica y psiquiátrica de primera para muchos de ellos, los más acomodados.
Y sin embargo estaba ahí el pobre Guillermo Santaya, desde hacía un par de años. Deprimido y solo, contando a quien quisiera oírlo la historia de su vida
En ese hospicio conocí a Guillermo Santaya, era ahí donde estaba recluido. Se emocionó tanto cuando le dijeron que yo era colombiano que le prometí volver al otro día, por supuesto lo hice. Además porque no parecía tener ningún problema, al revés: era elocuente y amable y articulado como pocos, con un español no solo perfecto sino bogotano y lugareño, con ese puro acento de la ciudad que es inconfundible y lleno de guiños y expresiones que son como una seña masónica para quien las oye y las reconoce, yo por supuesto lo hice de inmediato. Y de verdad parecía normal, más que todos allí, incluyendo a los médicos; mucho más que ellos, eso de lejos. Era encantador, divertidísimo, apacible. Y al hablar de Colombia se le iluminaban los ojos, sobre todo cuando contaba esa historia que era la más grande de su vida y que él no le ahorraba a nadie, por el contrario era lo único que de verdad le importaba en este mundo: compartir con los demás ese relato de esa guerra entre Bélgica y Boyacá y la forma como él la había acabado para siempre. “Entre Bélgica y Boyacá no: entre el Reino de Bélgica y el Estado Soberano de Boyacá”, aclaraba luego. Conmigo fue exhaustivo en los detalles de ese delirio, generosísimo en los pormenores de una historia que yo, aun como colombiano, ignoraba por completo pero que además no es que me interesara mucho, e incluso más me interesaban él y su pasado y cómo había llegado hasta allí. Pero claro: llevaba años contando todos los días lo mismo sin que nadie le pusiera ninguna atención en esa casa de reposo, y cuando me vio y supo de dónde venía fue como si se le hubiera aparecido un ángel. De hecho se le burlaban todos en ese sitio, los médicos y los pacientes, y al verlo sentado conmigo pasaban y me advertían que tuviera cuidado, que Guillermo Santaya era capaz de armar y terminar él solo una guerra internacional en un minuto. Él se reía, la cara radiante y sin tormentos. Así de bueno era, como si las burlas no hicieran mella en su alma de gran señor. Una de las enfermeras me dijo que había sido embajador de carrera, quizás el más destacado de Bélgica. No había nadie importante en ese país que no lo conociera y no lo irara, del rey para abajo. Sus os estaban regados por el mundo entero, desde magnates petroleros hasta dictadores centroamericanos caídos en desgracia. Era amigo de futbolistas, estrellas de cine, prostitutas, cantantes, escritores, presidentes, gente de todas las edades y de toda condición ante la que bastaba mencionar su nombre para que se abrieran de inmediato todas las puertas. Y sin embargo estaba ahí el pobre Guillermo Santaya, desde hacía un par de años. Deprimido y solo, contando a quien quisiera oírlo la historia de su vida y la de esa guerra que nunca existió y la de la paz que él hizo y que le llenaba los ojos de dicha y de lágrimas.
No le importaba que yo ya hubiera oído ese relato muchas veces, cada vez me lo contaba mejor y con más detalles. Yo lo oía fascinado, quizás alguna vez escribiera esa novela
Me conmovió tanto su caso que estuve con él un par de semanas en Geel, le dije que volvería y así fue: cada quince días, los domingos, iba a visitarlo desde Bruselas y pasaba con él el día entero, llegaba en el primer tren y me devolvía en el último. Le llevaba una botella de vino, algún libro, una torta de chocolate. Comíamos juntos y me contaba su vida, aunque al final llegaba siempre al mismo sitio, la historia de la guerra y la paz. No le importaba que yo ya hubiera oído ese relato muchas veces, cada vez me lo contaba mejor y con más detalles. Yo lo oía fascinado, quizás alguna vez escribiera esa novela. Era hijo único, flamenco aunque hablaba francés perfecto como en general lo hacen los diplomáticos belgas, todos están obligados a usar por igual las dos lenguas oficiales del país. De niño vivió en Inglaterra, sus padres eran muy ricos: él de origen español, ella sí antuerpiense hasta lo más hondo de su corazón. Estudió historia del arte y derecho en Lovai na y relaciones internacionales en Oxford, y al regresar a Bruselas entró al servicio exterior. La verdad es que estaba indeciso entre eso o la academia, ser profesor, pero prefirió la perspectiva de un destino de viajes y parajes remotos, cuanto más lejos mejor. Era un espíritu libre, además, y la idea de quedarse en Lovaina o en Brujas o en Gante le parecía que era quedarse sin el amor de su vida, dondequiera que estuviera, pero allí no. Sus padres habían muerto, primero su papá y luego su mamá; problemas de plata nunca iba a tener. Viajó entonces por medio mundo: vivió en Italia, en Costa Rica, en Camerún, en Hong Kong, en Irlanda. Lo que más le gustaba, eso sí, era Latinoamérica. Estuvo en Argentina, en Paraguay, en Perú, en Colombia, adonde llegó en 1986 justo cuando el cambio de gobierno entre el conservador y pacifista Belisario Betancur y el liberal Virgilio Barco Vargas.
Ya sabía bien lo que era vivir en el trópico, estaba acostumbrado a lo que eso significa para un flamenco como él. Pero lo de Colombia sí lo desbordó por completo, lo llenó de un entusiasmo que no había sentido jamás. Fue de verdad como si llegara a su patria, el lugar en el que mejor se había sentido en el mundo. El caos, la amabilidad y la falta de seriedad de la gente, el clima –los climas, más bien, la posibilidad de pasar en diez minutos de un sol ardoroso al páramo más gélido–, la música, la comida, todo lo sedujo desde el primer momento. Recordaba de hecho cuál había sido ese primer momento, la posesión presidencial de Barco y el largo besamanos de los diplomáticos ante el nuevo presidente, un tipo adusto y de lengua trabada del que decían que estaba enfermo, aunque siempre que lo vio le pareció lo contrario, que cada vez estaba mejor y más lúcido. En Bogotá la gente le ponía un cita a una hora y llegaba dos horas después como si nada, hasta que un colega suyo, por pura compasión, le regaló el libro de viajes por Colombia de André Maurois en 1947 donde estaba una frase que desde entonces Guillermo Santaya hizo suya: “Cuando estés en este país llega siempre tarde, de lo contrario llegarás antes de tiempo…”. 
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN

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