La decisión de Israel de romper la tregua con Hamás y librar de nuevo sus fuerzas a una campaña de bombardeos sobre la martirizada Franja de Gaza da pie a muchas lecturas y, sobre el terreno, a inquietantes realidades, en las que salvaguardar la vida de los civiles palestinos y salvarlos del éxodo y de la crisis humanitaria no ha sido una prioridad.
El alto el fuego se abrió pasó el 19 de enero gracias a las presiones de la agonizante istración Biden y a que era funcional a la promesa del entrante Trump de convertirse en un ‘pacificador’ de Ucrania y Oriente Medio.
El acuerdo se estructuró en tres fases, la primera de las cuales incluía intercambio de rehenes israelíes (30 vivos y 8 cuerpos) por prisioneros palestinos (1.000); unas posteriores, que suponían más liberaciones, la retirada total de las fuerzas israelíes; y un final integral del conflicto y un programa de reconstrucción de la pulverizada Franja. Y aunque muy pocos esperaban que el pacto llegara a la fase final, fue sorpresiva su ruptura y con tal grado de virulencia que provocó en 48 horas más de 400 muertos, según el ministerio de Sanidad de Gaza, y la reactivación de focos de conflicto en Líbano y con los hutíes yemeníes.
Israel argumenta que no tuvo otra salida por la intransigencia de los islamistas de liberar a más rehenes. De su parte, el grupo terrorista Hamás, que ha usado sus vidas como mecanismo de presión, se niega a ceder el control de Gaza y a desmantelar lo que queda de su poderío militar. Ni el gobierno de Benjamín Netanyahu ni Hamás parecen socios confiables para la paz, porque su supervivencia en términos reales depende, al menos en la coyuntura actual, de que haya guerra.
Tristemente han vuelto allí las muertes y el éxodo de miles de gazatíes, mientras crecen las protestas en Jerusalén
En el caso de Netanyahu, porque apenas volvieron los bombardeos logró el regreso de uno de sus ministros ultraderechistas a la coalición y evitó que otro la abandonara, con lo que aseguró mayorías en un gobierno en el que predominan delirios anexionistas y de deportaciones masivas (crimen de guerra) aupados por la poco verosímil idea de Trump de hacer de la Franja un ‘resort’ con vista al Mediterráneo, pero sin palestinos.
Lo interno en Israel es una olla a presión. El regreso a la guerra por sobre la vida de los rehenes y la destitución del jefe del servicio de seguridad Shin Bet ha sacado a miles de personas a las calles y ha enfrentado una vez más al Ejecutivo con las cortes, una tendencia en su gobierno que es considerada un aleve atentado contra la Justicia, las instituciones y la separación de poderes en un país que se precia de ser la única democracia en la región. Justo el Shin Bet investiga el ‘Catargate’, supuestos pagos a exasesores de Netanyahu para crear un ambiente favorable al Mundial de Fútbol 2022. A lo que se suma que publicó su informe sobre el brutal ataque terrorista de Hamás del 7 de octubre de 2023, en el que, aunque reconoció errores propios, vertió gran parte de la responsabilidad en el Gobierno por desoír sus advertencias.
La influencia del nefasto Hamás debe cesar en pro de la supervivencia de los gazatíes y el riesgo de que la crisis se extienda a Cisjordania, pero también a la sociedad israelí le urge una reflexión sobre hasta dónde permitirá que llegue, en detrimento de su democracia, la coalición extremista de Netanyahu, que además tiene un juicio en andas por corrupción y señalamientos de genocidio. El regreso a la ruta de un alto el fuego y la resurrección de la solución de dos Estados –por más ilusorio que suena en estos días aciagos– son el único camino. Lo otro es más destrucción y muerte para los dos pueblos.
EDITORIAL