Mientras leía Los nombres de Feliza me fui encontrando con varias páginas adonde yo podía merodear entre los márgenes. De hecho, en Filosofía de la Unal, donde nació el Mambo, recibí charlas de Marta Traba; con mi padre, inicié mi exploración de los cafés del centro, Automático y Cisne, donde se reunían escritores; Pablo Leyva, esposo de Feliza, fue quien firmó mi Comisión para doctorado en París, y en páginas interiores se cuenta de la gran fiesta de Año Nuevo 1981, en el taller de Saturnio Ramírez para recibir a la artista en París, con presencia de Darío Morales, Luis Caballero, Gabo, Obregón, y fue ahí mismo donde, años después, por generosidad del artista, terminé viviendo.
Como ven, mi lectura de la novela se volvió personal, pero mantengo un juicio sobre esta obra, tan pensada, bien escrita, novedosa, ensayo y literatura a la vez... y tan agarradora. Se dice en la contraportada que Gabriel Vázquez con este relato ha sucedido a Gabriel García Márquez como el gran maestro literario de Colombia; no lo veo así. Vázquez es, seguramente, el escritor que estábamos esperando, no para suceder sino para romper con Macondo. El realismo mágico en su maravilla dio sus frutos, pero convertir a Macondo en Colombia, como tanto voluntario quisiera hacer, nos ha ocasionado un atraso en las presentaciones nacionales, hasta confundir al país con las comunidades campesinas, con el mundo mágico y precientífico, con Melquiades reemplazando al pensamiento moderno. Cada vez que un colombiano quiere evocar nuestra grandeza no se le ocurre sino dibujar las mariposas amarillas revoloteando nuestras cabezas.
Esta no es la historia del coronel Aureliano Buendía, su prole y sus gallos de pelea, sino de Feliza Bursztyn y sus vivencias urbanas entre París y Bogotá, su creatividad y persecuciones. Es otro Gabriel, de muchas lecturas, del mundo y de lo nacional, de idiomas, que posee también el don de saber narrar y hacerlo con modernidad, con especial manejo del tiempo, hasta hacer surgir el pasado en el presente. Construye una Feliza que existió para tornarla una figura de ficción creíble y grande. Todo en Feliza Bursztyn fue difícil, dice, hasta el nombre, motivo para descubrir y revelar que esta artista, quien quiebra la “belleza” del arte en Colombia al introducir materiales de desecho e industriales e instalar chatarras en el espacio público, portaba un secreto; el inicio de la modernidad contemporánea colombiana: lo mismo que significa esta novela.