Lo que empezó como una tranquila visita a mi abuelo terminó convirtiéndose en una auténtica odisea bogotana el pasado Domingo Santo.
Tras una larga espera logré subirme a un bus de la ruta 344, en Suba. Iba distraído, pensando en mil cosas, y al bajarme en la calle 127, arriba de la Avenida Córdoba, sentí ese vacío helado que algunos conocemos: había dejado mi billetera en el asiento.
Sin pensarlo dos veces, corrí tras el bus desde allí hasta la Carrera 19, intentando alcanzarlo a pie, pero fue imposible. Entonces abordé un taxi y, tras explicarle al conductor mi situación, él —de manera desinteresada— me ayudó y me llevó con mi fiel perra hasta la Once, cerca de la Escuela de Caballería, sin siquiera cobrarme la carrera. Espero poder encontrarlo y devolverle ese favor.
‘Este parqueadero es gratuito’ era la consigna de los funcionarios del Distrito. Foto:Abel Cárdenas
Allí intenté detener otro bus, invadiendo la vía con los brazos extendidos, convencido de que era el mismo, pero no lo era. Justo cuando me resignaba, vi pasar nuevamente al 344, el correcto. El taxista ya se había marchado, así que eché a correr una vez más, haciéndole señas al bus y tratando de detener otro taxi. Uno se detuvo, pero al verme agitado y angustiado, simplemente arrancó, dejándome en plena calle.
Agotado, sin aliento y con el miedo de perder mis documentos, tarjetas y dinero, seguí corriendo hasta la Séptima, donde logré tomar un segundo taxi. El conductor, un hombre mayor, amable y de mirada algo extraviada, aceptó ayudarme en la persecución. Finalmente logramos alcanzar el bus en la 127 con Séptima.
Me bajé y toqué la puerta, pero el conductor, haciendo señas poco claras y jugando al despiste, no quiso abrir, a pesar de que le expliqué rápidamente que mi billetera estaba dentro. Viendo su poca disposición y temiendo que el semáforo cambiara, me acerqué a la ventana y le pedí a un pasajero —que estaba sentado justo donde yo había estado— que revisara. Al principio no vio nada, pero tras buscar con detalle entre los bordes del asiento, encontró la billetera y, con una sonrisa, me la entregó por la ventana.
Conductor de SITP. Foto:Secretaría Distrital de Movilidad.
Con el corazón a mil, volví al taxi y finalmente seguí mi camino para visitar a mi querido abuelo. Fue una jornada de adrenalina, solidaridad y, sobre todo, una muestra de que todavía hay honestidad y empatía en mis amadas calles bogotanas. Sin duda, tuve una suerte casi milagrosa.
Aquel Domingo Santo me dejó más que una simple anécdota: me recordó que, en medio del tráfico y el estrés capitalino, aún existen personas dispuestas a tender la mano y pequeños actos de bondad que transforman cualquier día común en una historia digna de contar.
El límite de velocidad en las principales vías de la ciudad es de 50 km/h Foto:Héctor Fabio Zamora / EL TIEMPO
Espero poder reencontrar al primer taxista para pagarle el favor que me hizo en ese momento tan difícil. Agradezco también a los transeúntes que, al verme correr desesperadamente, se acercaron a preguntar si todo estaba bien; a los taxistas que sí se detuvieron y, en especial, a mi perrita, que me acompañó fielmente en medio de la confusión y la locura de ese sorprendente y milagroso día santo.
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